Ariel se despertó con el sonido de la cafetera, ese borboteo que anunciaba la primera dosis de esperanza del día. Su abuela siempre decía que el café era el perfume de los milagros cotidianos, y él lo creyó desde niño. Miró por la ventana: el sol se estiraba sobre los techos, las hojas temblaban con la brisa, y un pájaro despistado aterrizaba en el borde de la fuente de la plaza. Nada fuera de lo común, pero todo, en su delicada existencia, era un recordatorio de lo efímero.