Son las seis de la tarde, me encuentro en una tienda y me dispongo a adquirir algunos productos de primera necesidad; no me gustan las tiendas y menos las necesidades cuando no puedo comprar a mi gusto, pero debo salir de este apuro, rápido, porque en casa me espera el plato fuerte: La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa; el bueno de Mario, a quien estoy rindiendo homenaje leyendo su obra.
Camino por el pasillo directo al producto, manoseo y escojo; soy práctico por asuntos de tiempo; en instantes estoy en la cola para hacer el pago y es entonces cuando observo la escena que roba mi atención:
una criatura enorme, posiblemente de dos metros de alto, con una anchura moderada; tiene cara de jefe, su barba le imprime carácter y hasta pudiera decirse que es uno de esos tipos duros en el trato; pero no fue lo que me hizo la tarde, sino la otra criatura que sin importarle las dimensiones del fulano lo agarró por las orejas y se las jaló; el gigantón hizo un gesto de dolor, pareció real y luego recibió una jalada de nariz, otra de cabello y por último, en ese primer ataque, se dejó meter un dedo en la frente, el índice, que lo hizo cerrar los ojos justo en el momento en que su compañera intervino para rescatarlo.
La criatura que atacaba al gigante sonrió y desarmó a la mujer; luego, el gigantón le pidió a su esposa que retrocediera, que él tenía todo bajo control, pero no fue así porque siguió recibiendo lo suyo, le halaron los cachetes, la barba y finalmente cedió ante la ternura de su hija y la llenó de mimos; y ahí vino lo mejor, la pequeña lo besó y lo terminó de doblegar.
¡Acaso existe escena más hermosa! ¡Dominio más supremo y más sano de un ser sobre otro! Lo dudo.
Bendito sean los niños que con su amor nos llenan el pecho de esperanza, bendito el padre que está siempre pendiente de su hija y la madre que se vuelve cómplice por la alegría de ambos.
Y bendita esta tarde que, a pesar de salir angustiado a comprar, me regaló un motivo para seguir creyendo en la belleza de la vida.