Entrada al Concurso El humor nuestro de cada día | Benicio tragón

2025-04-15T17:32:54
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Benicio tragón


No había comenzado muy bien la fiesta y ya tío Benicio se había comido todos los pasapalos. Gordo como era, se podía tragar hasta la misma mesa si quisiera.
Saludaba a algunos invitados, se secaba el sudor con el mismo pañuelo con el que se había limpiado la boca, y fastidiaba a su mujer a cada rato “¿dónde está la quinceañera?, ¿y no hay más alitas de pollo?”
La señora Cándida tuvo descanso de su bebé, irónicamente, cuando llegaron sus hijos y sobrinos. La juventud sació el apetito de tío Benicio, pero a cambio le pidieron les contara un chiste.
—Usted sabe muchos—comentaba un sobrino.
—Si, padrastro, recuerda: las alitas por las risitas—insistía una de las hijas de la señora Cándida.
Benicio se reía de los chicos y su papada enorme se sacudía entre su cara y su corbata grasienta. Pasó un rato tosiendo como perro atragantado, pero al final se calmó.
—¿Por qué en Navidad las pizzas no llegan a tiempo?—comenzó pícaro el tío.
—Porque es Navidad—contestó uno sobrio.
—No sabemos, tío, ¿por qué?—Replicó otro, entusiasta.
—Porque Santa está contando cuántas le entran al saco, al saco del estómago—reventó Benicio a carcajadas.
Aquel chiste fue tan malo, que fue bueno e hizo que una risotada chillona opacara por segundos la música de los 15’s. Los sobrinos rodaban por el piso y los hijos golpeaban la mesa.
El resto de los invitados, bien de clase fina, se burlaban a escondidas o se encogían de hombros, mientras se miraban entre sí, no sabiendo qué era tan gracioso.
De un pellizco, la señora Cándida paró la risa de tío Benicio. Pero nunca podría frenar el hambre de semejante hombre.
Se anunciaba la entrada de la cumpleañera al lugar cuando a la llorosa vista del tío, se le atravesó un mesero con una docena de hamburguesas.
Fue tal el brinco que pegó el bendito hombre, que el mesero, temiendo por su vida, dejó la bandeja en el aire, al tiempo que salió como cohete para evitar su muerte.
Esto disgustó tanto a la quinceañera, que ya venía bajando las escaleras, que largó un tacón y agarró otro para clavárselo a tío Benicio en su cabeza de gelatina.
El bochinche estaba armado. Unos corrían para detener a la cumpleañera, otros aspiraban apurados las hamburguesas en el piso y Cándida no sabía cómo hacía para sacar rodando a su marido.
La joven casi cumplió su cometido, pero el personal de seguridad intervino antes y separó a aquel coctel de gente que gritaba, reía y lloraba.
Al final, este pesado problema se resolvió como nadie imaginaba. La pareja no tenía para pagar, ni los papás de la chica querían dejar ir a tío Benicio sin una lección, así que se acordó que él limpiaría todo después de que acabara la fiesta.
Entonces, a eso de las 5 a.m., los últimos invitados en irse podían ver cómo Benicio intentaba comenzar su penitencia y digo intentaba, porque cada vez que agarraba una escoba, la partía. Buscaba otra, la masticaba pensando era un churro.
—Ay, Cándida, dame una mesa, Cándida. Contento te la limpio, pero no este piso—lloraba.
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