Lo que observo
Este sendero, aquí delante, se siente como si el mundo se hubiera detenido, justo en este rincón. No es ancho, apenas para uno, casi obligándome a ir despacio, sin prisa alguna. A los lados, los árboles se plantan firmes, antiguos guardianes que forman un pasillo natural. No busques la perfección en ellos, sus troncos están cubiertos de musgo, algunos muestran las cicatrices de ramas que la vida o alguna tormenta arrancó. Pero ahí están, enraizados, vivos, con sus hojas de un verde que casi duele los ojos, temblando un poco bajo el sol que se filtra.
El techo de hojas que crean deja caer la luz en hilos, dibujando manchas doradas que se mueven sin parar en la tierra. Un juego silencioso, constante, que te hace sentir, de repente, parte de algo muchísimo más grande. El aire aquí huele distinto; limpio, sí, pero mezclado con esa dulzura profunda de la tierra húmeda y las plantas que apenas despuntan. Y bajo mis pies, el crujido seco de las hojas caídas. Cada paso es un recordatorio ruidoso, lo que termina se transforma, el fin es solo abono para lo que viene.
Aquí, entre estos árboles, no hay discursos ni gritos. La naturaleza es. Y en ese simple ser, en ese murmullo casi inaudible, hay una especie de abrazo. Un “estás aquí, y eso es suficiente” que no necesita palabras.
Lo que siento
Más que un refugio, este lugar es un espejo raro. Mientras camino, cada paso no solo pisa la tierra, sino que resuena dentro de mí, como si el sendero sacara a la luz cosas que yo mismo no sabía que guardaba. La brisa me roza la piel, fresca, casi juguetona, y trae ese olor. El inconfundible aroma de la tierra justo después de la lluvia, petricor, le dicen. Yo solo sé que es el perfume de la memoria, un disparo directo a la infancia, a tardes de chaparrones donde el mundo parecía infinito y hecho de magia.
Los pájaros cantan por ahí, a lo lejos, sin un orden aparente, como notas sueltas en una melodía que nunca suena igual. Me pregunto si ellos también sienten la enormidad de todo esto, si son conscientes de ser parte de algo tan viejo y vasto. Sus trinos suenan a pura vitalidad, a ese impulso tozudo de seguir adelante, siempre, aunque nosotros solo alcancemos a ver un trocito mínimo del camino.
Mis pies se hunden un poco en el suelo, sintiendo su firmeza, mientras el viento sigue jugando en mi cara. Todo aquí me grita que soy parte de algo inmenso, sí, pero también que soy pequeño, casi invisible. Y, ¿sabes? No hay ni rastro de tristeza en esa idea. Es una paz extraña, liberadora. Este camino, con sus curvas que no dejan ver lo que sigue, se parece demasiado a la vida. No tengo idea de adónde me lleva, pero cada paso, simplemente, es un paso. Y eso es lo que cuenta. Estar en el paso, presente.
Más de seis décadas en el sendero de mi vida
Han pasado ya más de sesenta años desde que empecé a desandar mi propio sendero. Al principio, era solo un niño con prisa, piernas cortas y sueños desmedidos, corriendo sin mirar demasiado lejos. Ahora, los pasos son otros: más lentos, más pensados, sí, pero cargados de un peso distinto, quizás más... auténtico. Cada árbol de este bosque parece un capítulo de mi propia historia, algunos rectos y fuertes, como esos años de certeza; otros más retorcidos, flexibles, un buen recordatorio de que nunca dejas de aprender, de cambiar, de intentar florecer de nuevo, aunque parezca tarde.
Las hojas caídas bajo mis pies no son solo hojas. Son... los restos. Las páginas de un diario que ya no releo, pero que siento con cada crujido. Ahí están guardadas las risas que se llevó el viento, lágrimas que empaparon la tierra, trozos de éxitos y fracasos que ahora se mezclan en el polvo que piso. No desaparecen del todo. Se quedan aquí, alimentando el suelo donde me apoyo ahora, haciendo que el presente cargue con el peso (y la riqueza) del pasado.
A veces, me paro y miro hacia atrás, y el camino se ve larguísimo. Otras, levanto la vista y, entre el dosel de hojas, el horizonte sigue siendo un misterio. No sé cuántos pasos me quedan, y, pensándolo bien, quizás ahí reside la verdadera belleza, no hay una meta final clara. Solo el simple acto de seguir.
Aquí, con la piel fresca por el aire de primavera, esa frase manida de que “la vida es un viaje y no un destino” cobra otro sentido. No es una frase bonita. Es la sensación bajo mis botas. Cada paso me acerca un poco, supongo, a quién soy, aunque dudo que alguna vez llegue a conocerme por completo (siempre hay una capa más). Cargo una mochila invisible, sí, y pesa. Va llena de todo..., recuerdos, lecciones aprendidas (y olvidadas), un montón de preguntas sin respuesta. Pero aquí estoy, caminando. Siento el pulso lento del bosque a mi alrededor. Y sé que, al final, no se trata de adónde voy, sino de cómo se siente cada paso. De la gratitud simple por poder darlo, del asombro que aún me provoca la luz colándose entre las ramas, del puro y simple hecho de estar vivo, poniendo un pie tras otro.