He vivido más de seis décadas; justo hace unas horas, mientras el sol se apaga en el horizonte canadiense con tonos que van del ocre al violeta, creo que he aprendido a ver la poesía en las cosas de cada día. Tengo mi taza de café en la mano, humeante, y veo cómo los colores del atardecer se despliegan ahí afuera, como si alguien pintara un lienzo infinito. Quizás mis ojos ya no capten todos los matices, pero mis manos sí sienten el calor de la taza, mis oídos escuchan el viento entre los árboles, y es mi memoria la que se encarga de pintar lo que no llego a ver bien. Es en este ritual tranquilo, donde el tiempo parece frenarse un poco, que he entendido algo clave, el arte, más que algo que se “posee” o “domina”, es un diálogo, silencioso, sí, pero profundo, entre uno mismo y el mundo que te rodea.