Hubo un tiempo en que creíamos que la ciencia podía responderlo todo. Que detrás de cada dolor había un diagnóstico, que tras cada síntoma existía una causa comprobable. Pero hay historias que se escapan de las manos de los médicos, que desafían las leyes de la lógica y se cuelan por las grietas de lo inexplicable.
Esta es una de ellas.
Es la historia de mi hermano Henry. Un hombre sencillo, mecánico de oficio, padre de tres hijos, con una vida tranquila hasta que, sin motivo aparente, empezó a enfermar. No tenía fiebre, ni lesiones visibles, ni marcadores anormales en la sangre. Solo cansancio, dolores constantes y una especie de vacío interno que lo fue consumiendo poco a poco.

Los médicos no encontraron nada. Ni siquiera la psique ofreció respuestas. Hasta que alguien recordó una vieja tradición, un saber que no está en libros, sino en la memoria de nuestros ancestros.
Y así, desde un rincón remoto de Venezuela, un hombre desconocido, sin haber visto jamás a mi hermano, logró lo imposible… solo con una foto.
¿Fue magia? ¿Fue fe? ¿O tal vez algo más antiguo, más profundo, que aún late entre sombras?
Los Primeros Síntomas
Era el año 1994. Recuerdo el calor pegajoso de Caracas, ese aire denso que parece envolverlo todo en agosto. Mi hermano Henry era entonces un hombre de cuarenta y pocos años, fuerte, trabajador, siempre oliendo a grasa de motor y metal caliente. Su taller mecánico estaba en Petare, uno de esos lugares donde el ruido de los motores nunca se calla.
Pero algo cambió en él hacia mediados de septiembre. Primero fue el cansancio. Decía que ya no tenía fuerzas para levantar herramientas que antes movía con facilidad. Luego vino la falta de apetito. Amalia, su esposa, intentaba prepararle sus platos favoritos, pero él apenas probaba bocado. Y después, los dolores de cabeza.
No eran migrañas normales. Eran brutales. Como si tuviera un martillo dentro del cráneo, golpeando sin descanso. Se acostaba temprano, pero no dormía bien. A veces se despertaba sudoroso, con escalofríos. Otros días, simplemente se quedaba mirando al techo, como si estuviera escuchando voces que nadie más podía oír.

Fuimos al médico. Y luego a otro. Y a otro más. Le hicieron resonancias, análisis, exámenes neurológicos completos. Todo negativo. “Está físicamente bien”, decían. Pero todos sabíamos que no era verdad.
Henry estaba enfermo. Y nadie podía decirnos por qué.
¿Qué Fue Realmente lo que Ocurrió?
Muchos años han pasado desde aquellos días. Y aunque he tratado de encontrar una explicación racional, una que me permita dormir tranquilo, ninguna termina de convencerme del todo.
Algunos dirán que fue sugestión, que el poder de la mente puede hacer maravillas —y males— en el cuerpo. Otros insistirán en que fue coincidencia, que el malestar de Henry se resolvió por sí solo, justo cuando todo esto ocurrió.
Pero hay quienes, como yo, creen que hubo algo más. Algo que no se explica con medicina occidental ni con terapias modernas.
Podría haber sido el mal de ojo. Una antigua creencia arraigada en muchas culturas hispanohablantes, según la cual una mirada cargada de envidia o resentimiento puede traer enfermedad o desgracia. Muchas veces, esta energía dañina no afecta directamente a quien la recibe, sino a alguien cercano, especialmente a los hijos.
Era como si algo invisible se hubiera colado en su cuerpo y estuviera apagando la luz desde adentro.
Henry ya no era el mismo hombre que trabajaba doce horas seguidas bajo el sol del taller mecánico. Ya no silbaba mientras reparaba autos ni contaba chistes durante las cenas familiares. Ahora caminaba arrastrando los pies, con la mirada perdida, como si estuviera viendo cosas que nosotros no podíamos ver.
Se encerraba por horas en su habitación, sin responder cuando llamábamos a la puerta. Amalia decía que a veces lo escuchaba hablar solo, aunque nunca entendía qué decía. Otras veces, simplemente lloraba sin motivo aparente.
—No me siento yo —me dijo una tarde, sentados en los escalones de la entrada del taller—. Es como si alguien me estuviera quitando… la fuerza, la voluntad. Como si estuviera perdiendo mi esencia.
Yo no sabía qué contestarle. No podía decirle que todo estaba bien, porque claramente no lo estaba. Y tampoco podía mentirle diciéndole que pronto se recuperaría, porque ninguno de nosotros creía ya en eso.
Los días pasaron, y con ellos, el miedo se fue instalando en nuestra casa como un invitado no deseado. Los niños comenzaron a asustarse. Mi sobrino Henry Júnior, entonces un adolescente callado y observador, preguntaba constantemente:
—¿Papá va a morir?
Amalia intentaba sonreír y decirles que no, que pronto estaría mejor. Pero incluso ella, fuerte y valiente como era, tenía sus momentos de debilidad. Algunas noches, la escuchaba llorar en silencio, abrazada a la foto de boda de ellos dos, como si rogara por un milagro.

Fue en uno de esos días grises, llenos de incertidumbre, que la señora Elena apareció en la casa. Venía vestida con su falda larga de lana negra, un pañuelo blanco cubriéndole parte del cabello canoso, y en la mano traía una bolsita de cuero viejo, de esas que usaban nuestras abuelas para guardar amuletos o hierbas curativas.
Sin mediar palabra, se acercó a Henry, le tomó la mano derecha entre las suyas y cerró los ojos por unos segundos. Luego, con voz calmada pero firme, nos dijo:
—Esto no es enfermedad normal. Esto tiene dueño. Y hay que devolverlo.
Nadie supo qué decir. Ni siquiera Amalia, que siempre tenía palabras listas para consolar.
Doña Elena nos miró a todos, uno por uno, y agregó:
—Necesito una foto reciente de él. Una donde se vea bien su rostro. Voy a enviarla a La Fría. Allá vive un hombre que puede ayudarnos.
La Fría. Un nombre que evocaba frío, pero hace tremendo calor; soledad, misterio. Era un pueblo remoto en la montaña tachirense, casi en la frontera con Colombia. Lejano, desconocido para nosotros, pero familiar para quien aún conserva los hilos de lo antiguo.
Aunque parecía una locura, estábamos dispuestos a cualquier cosa. A cualquier esperanza. Por mínima que fuera.
Y así, esa misma noche, una simple fotografía de mi hermano salió de Caracas, cruzó ciudades dormidas, carreteras serpenteantes y puentes sobre ríos oscuros, hasta llegar a manos de un hombre que nadie conocía… pero que, según decían, podía ver más allá.
Doña Elena y la Llamada de Lo Antiguo
Nadie sabía exactamente cuántos años tenía la semora Elena. Algunos decían que pasaba de los ochenta, otros juraban que rozaba los cien. Pero lo cierto era que, aunque caminaba un poco encorvada y con paso lento, sus ojos brillaban como los de una mujer que aún conserva toda su lucidez.
Era una presencia constante en nuestras vidas desde antes de que yo aprendiera a caminar. Había sido amiga de nuestra abuela materna, y cuando esta murió, doña Elena se convirtió en algo así como la guardiana de nuestra historia familiar. Ella conocía historias que nadie más recordaba, secretos que nunca salieron a la luz, y remedios que ya casi nadie usaba.
Pero había algo más en ella. Una quietud. Un saber que iba más allá de lo que se puede aprender en libros o escuelas. Y aunque nunca hablaba mucho de ello, todos entendimos, en ese momento oscuro, que no era casualidad que estuviera allí.
Después de irse aquel día de casa de Henry, Amalia me llamó por teléfono al día siguiente. Su voz temblaba.
—¿Recuerdas quién es doña Elena? —me preguntó.
—Claro que sí. ¿Por qué?
—Me dijo cosas… cosas que no tienen sentido, pero que… me hicieron sentir paz. Me dijo que esto no era casualidad. Que alguien puso mala energía sobre él. Que quizás fue una mirada, una palabra, algo dicho sin querer… o tal vez algo hecho a propósito.
Amalia calló por unos segundos antes de agregar:
—También me dijo que hay personas que no necesitan tocar a otro para hacerle daño. A veces solo basta con verlo.
Aquellas palabras quedaron suspendidas entre nosotros como humo denso. No supimos qué decir.
Esa misma noche fui a verla a su casa. Vivía en una casita antigua en El Valle, rodeada de plantas medicinales y velas de distintos colores. En el techo colgaban ramas secas de romero y eucalipto. Sobre la mesa del comedor, junto a una Biblia desgastada, había un frasco con agua bendita, un rosario y una bolsa de tela cerrada con un cordón rojo.
—Siéntate, hijo —me dijo apenas entré—. Sé por qué vienes.
No hubo preámbulos. Ni preguntas innecesarias. Ella simplemente empezó a hablar como si ya hubiera visto todo antes.
—Tu hermano está bajo ataque de algo viejo. Algo que no tiene nombre en los hospitales ni en los laboratorios. Es mal de ojo. O peor aún… una trabazón hecha con envidia disfrazada de halago.
La miré fijamente.
—¿Cómo puede estar tan segura?
Ella sonrió con tristeza.
—Porque conozco esa enfermedad. He visto a muchos caer igual. Primero cansancio, luego dolor, después pérdida del apetito y de la voluntad. Hasta que el cuerpo se rinde, aunque no haya razón médica para hacerlo.
—¿Y cómo se combate eso?
—Con fe. Con hierbas. Con palabras. Pero sobre todo… con quien sabe ver más allá.
Se levantó lentamente, caminó hasta un armario de madera tallada y sacó una foto de mi hermano que Amalia le había llevado días atrás. Era la misma que usaría luego para enviar a La Fría.
—Él no está solo en esto —dijo, acariciando la imagen con sus dedos arrugados—. Hay otra alma involucrada. Uno que no ha nacido todavía del peligro. Tu sobrino.
—¿Henry Júnior?
Asintió.
—El maleficio no era para tu hermano. Fue solo el escudo. El verdadero blanco… es su hijo.
Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. No porque no creyera en lo que decía. Sino porque, por primera vez, alguien parecía entender lo que estaba pasando.
—¿Qué hago ahora?
Doña Elena guardó silencio. Cerró los ojos por un momento, como si estuviera escuchando algo que yo no podía oír. Luego respondió:
—Envía la foto. A La Fría. Allá vive un hombre que no necesita ver para curar. Solo necesita ver a través.
La Foto Parte
La foto salió de Caracas un miércoles por la mañana, envuelta en un sobre manila doblado varias veces para evitar que se arrugara. No era una imagen cualquiera. Era Henry, de pie frente al taller mecánico, con su camisa azul desteñida, las manos aún cubiertas de grasa después del trabajo, y esa mirada cansada pero firme que aún no había perdido su dignidad.

Doña Elena la bendijo antes de enviarla. Con sus dedos artríticos pasó un rosario sobre la imagen, murmurando palabras que nadie entendió. Luego lo metió en el sobre junto con una hoja de laurel y un pequeño mechón de cabello de Amalia —una protección, según dijo—. “Que lo acompañe sangre de quien lo ama”, fue todo lo que explicó.
El sobre partió en manos de un conductor conocido de confianza: un primo segundo de Amalia que trabajaba como transportista entre Venezuela y Colombia. Por aquel entonces, aún era posible cruzar con relativa facilidad, aunque ya se notaban tensiones políticas en el aire. Él prometió entregarla personalmente en un lugar preciso: una pulpería vieja al lado de la iglesia de La Fría, donde alguien vendría a buscarla.
Era un trayecto largo. Desde Caracas hacia el oeste, por la autopista principal, hasta llegar a San Antonio del Táchira. Allí, el camino se estrechaba, se volvía más lento, más irregular. Cruzaba pueblos dormidos, mercados improvisados, perros callejeros tumbados bajo el sol, niños descalzos jugando entre el polvo.
En San Antonio, el conductor entregó el sobre a otro hombre, también de confianza, que lo llevaría hasta La Fría. Este nuevo mensajero no hizo preguntas. Solo tomó el sobre, lo guardó dentro de su chaqueta de cuero y asintió con solemnidad.
A medida que la foto avanzaba hacia su destino, en Caracas la tensión crecía. Nadie hablaba mucho. Cada uno procesaba la espera a su manera.
Amalia rezaba. Se sentaba junto a la cama de Henry y le acariciaba la frente, rogando que algo, cualquier cosa, empezara a cambiar.
Henry Júnior se encerraba más en sí mismo. Leía libros antiguos que encontró en el ático, sobre brujería, supersticiones y curaciones populares. Decía que quería entender qué estaba pasando.
Mi madre, siempre escéptica, decía que esto era "cosa de locos", pero ni siquiera ella podía negar que Henry empeoraba cada día.
Yo, por mi parte, me quedaba viendo el calendario, marcando los días. Contando horas. Esperando.
El Destino
Finalmente, treinta y seis horas después de haber partido, la foto llegó a La Fría.
No fue entregada directamente al piache —así le llamo yo—, sino a una mujer mayor que vivía cerca de la plaza central. Ella, sin abrir el sobre, lo llevó hasta una casa escondida entre los árboles, al borde del pueblo. Una casa rodeada de gallineros, de plantas medicinales y de animales que no parecían tener dueño, pero tampoco eran salvajes.

Allí, detrás de una puerta de madera astillada, el piache recibió el sobre. No lo abrió inmediatamente. Lo sostuvo entre sus manos durante varios minutos, como sopesando su peso. Luego lo abrió lentamente, sacó la foto y la colocó sobre una mesa de roble, junto a una vela blanca y un frasco con agua de lluvia.
Fue entonces cuando, según nos contaron después, cerró los ojos… y vio.
Las Tres Instrucciones
El mensaje llegó cuatro horas después.
Fue una llamada desde La Fría, pasadas las tres de la mañana. El teléfono sonó en casa de Amalia como un grito en la oscuridad. Ella contestó con voz adormilada, pero apenas escuchó la primera frase, se levantó de golpe.
—Ya tiene la respuesta —dijo al colgar, mirándonos a todos como si estuviera a punto de anunciar algo entre vida y muerte.
Doña Elena, que había pasado la noche con nosotros, asintió sin sorprenderse. Como si ya lo hubiera sentido antes de que sucediera.
La mujer mayor que entregó la foto al piache había regresado con instrucciones claras, casi milimétricas. No eran sugerencias ni consejos: eran órdenes. Y debían cumplirse exactamente como se habían dado.
Amalia las repitió una por una, con voz temblorosa:
• Buscar un envoltorio oculto dentro del taller mecánico de Henry, detrás de una caja de herramientas oxidada, bajo una baldosa floja.
• Proteger a Henry Júnior, porque el daño iba dirigido a él. Debía dormir con un vaso de agua bendita junto a la cama y no salir solo de noche durante tres días.
• Preparar un baño ritual con hierbas específicas: romero, eucalipto, ruda y flor de manita. Lavar a Henry completamente desnudo, bajo cielo abierto, preferiblemente en el patio de la casa, al caer la noche.
Un silencio espeso se instaló en la sala.
Henry, tumbado en el sofá, apenas podía hablar, pero murmuró:
—¿Y si esto es… locura?
—Pues será una locura necesaria —respondió doña Elena, firme—. A veces, lo que salva viene vestido como locura.
La Búsqueda del Envoltorio
Salimos al taller al día siguiente, apenas amaneció. Hacía frío, pese a estar en Caracas. El sol aún no calentaba bien cuando comenzamos a buscar ese objeto misterioso.
Henry Júnior fue quien encontró la baldosa floja, cerca de una pared llena de grafitis antiguos. Entre polvo y telarañas, retiramos la pieza de cerámica rota y allí, envuelto en plástico negro y atado con un hilo rojo, estaba el paquete.
Era pequeño, no más grande que una libreta escolar. Pero al tocarlo, sentí un escalofrío. Era como si contuviera algo denso, pesado. Algo que no debería existir.
Lo llevamos de vuelta a casa.
Doña Elena lo tomó con cuidado, lo desató lentamente y lo abrió sobre una mesa limpia. Lo que vimos nos heló la sangre.
Dentro había cabellos, uñas cortadas, trozos de fotos viejas y un papel lleno de signos que nadie supo leer. Parecía una especie de pacto. O una maldición.
—Esto no es normal —murmuró Amalia, tapándose la boca con la mano.
—No lo es —confirmó doña Elena—. Esto fue hecho para apartar el mal hacia otro cuerpo. Tu marido fue usado como escudo.
Henry Júnior palideció.
—Entonces… yo era el objetivo.
Nadie respondió. No hacía falta.
El Baño Ritual
Esa misma noche, todo estaba listo.
En el patio de la casa, bajo un cielo oscuro y estrellado, colocamos una cuba de metal. Dentro, el agua humeaba, cargada de hierbas frescas y aromáticas. Doña Elena había recitado palabras en voz baja mientras la preparábamos, invocando protección y limpieza.

Henry, aunque avergonzado, aceptó hacerlo. Se quitó la ropa sin decir palabra y entró al agua lentamente. El contacto hizo que suspirara. Como si el cuerpo reconociera algo que la mente no entendía.
Le vertimos agua sobre la cabeza tres veces, cada vez con una frase diferente:
—Que se vaya lo ajeno.
—Que regrese lo robado.
—Que se rompa el maleficio.
Cuando terminó, salió diferente. No físicamente, sino en la mirada. Como si hubiera dejado algo atrás. Algo oscuro.
Al Día Siguiente
Amanecimos todos con el mismo presentimiento: algo había cambiado.
Y así fue.
Henry despertó con hambre. Con hambre real. Se sentó a la mesa y comió dos arepas con queso, algo que no hacía en meses. Su color había regresado. Sus ojos brillaban otra vez.
Y lo más extraño: no le dolía la cabeza.
Fue entonces cuando comprendimos que, contra toda lógica, contra toda explicación médica… algo había funcionado.
Alguien, muy lejos de nosotros, había visto a través de una foto… y nos había salvado.
El Baño de Hierbas
Nunca olvidaré el aroma que llenó la casa esa noche.
Era una mezcla de tierra mojada, humedad fresca y algo más… como si hubieran traído consigo el aliento mismo de la montaña. Las hierbas hervidas habían soltado su esencia al agua, y al caer la noche, todo el patio parecía haberse convertido en un templo natural, velado por estrellas mudas testigos del ritual.
La cuba de metal brillaba bajo la luz amarilla de una bombilla colgante. El vapor subía en espirales, como si el agua tuviera vida propia. Y Henry, de pie frente a ella, miraba el contenido con ojos nuevos. No eran los ojos de un hombre enfermo. Eran los ojos de alguien que ya sabía que esto era importante. Que esto era necesario.
Doña Elena fue quien dio las primeras instrucciones:
—Quítate todo —le dijo—. Has de estar desnudo, como viniste al mundo. Sin ropa, sin joyas, sin reloj. Nada ajeno ha de tocarte mientras te limpiamos.
Henry obedeció en silencio. Su cuerpo, antes marchito por el dolor invisible, se mostraba ahora como testimonio de entrega. De rendición ante algo mayor.
Cuando entró al agua, cerró los ojos. Un suspiro escapó de sus labios. Era como si, por primera vez en meses, pudiera respirar sin lastimar.
Cada planta tenía su propósito. Cada ramita, su historia. Doña Elena nos explicó brevemente qué significaban, como si estuviera revelando un secreto ancestral que no debía perderse.
•Romero : protector contra el mal de ojo, símbolo de claridad y pureza. Se dice que limpia tanto el cuerpo como el alma.
•Eucalipto : usado desde tiempos inmemoriales para expulsar enfermedades del espíritu. Sus hojas ayudan a liberar el malestar acumulado.
•Ruda : conocida como “la hierba bendita”, pero también temida. Es poderosa contra la brujería, usada para alejar energías negativas y romper encantamientos.
•Flor de manita : dulce y discreta, esta flor protege al durmiente. Se usa especialmente cuando hay niños o jóvenes en peligro de envidia o trabazón.
Amalia y yo vertimos el agua tres veces sobre su cabeza, tal como doña Elena había indicado. Cada derrame era una promesa. Una oración callada. Una ruptura con el pasado oscuro.
Henry no dijo nada durante el baño. Solo permaneció allí, inmóvil, dejándose llevar por el calor del agua y el peso de lo que estaba ocurriendo. Como si supiera que este era un momento de vuelta. De renacimiento.
El Cambio Silencioso
Aunque todos estábamos afectados por lo que veíamos, quizás el más cambiado aquella noche fue mi sobrino, claro, y la recuperación de mi hermano.
Henry Júnior observaba desde un rincón del patio, sentado en un banco de madera, con los brazos cruzados y la mirada fija. No participó directamente en el ritual, pero su presencia era densa, cargada de pensamientos que no compartía.
Después del baño, cuando Henry salió y Amalia lo envolvió en una toalla grande, caliente, me acerqué a mi sobrino.
—¿Estás bien? —le pregunté.
Él asintió, pero no sonrió. Solo respondió:
—No entiendo cómo una foto pudo hacer esto. Pero sé que no fue casualidad.
Lo miré con curiosidad.
—¿Y qué crees tú que pasó?
Se quedó callado unos segundos. Luego murmuró:
—Creo que hay cosas que están ahí, pero no las vemos hasta que nos tocan. Ahora las veo. Y no quiero volver a ignorarlas.
El Fuego y el Despacho Final
Antes de terminar la noche, doña Elena quemó el contenido del envoltorio encontrado en el taller. En una olla de barro, prendió fuego al cabello, a las uñas y al papel con signos desconocidos. El humo subió oscuro hacia el cielo, como una carta dirigida a quienquiera que hubiera escrito aquel maleficio.

—Que regrese lo que fue lanzado —dijo, mientras movía las cenizas con un palo—. Que el daño hecho se deshaga. Que la sombra que cayó sobre ustedes, ahora camine lejos.
Nadie preguntó quién podría haber hecho esto. Ni por qué. Había preguntas que preferimos no responder. Porque algunas verdades duelen más que la ignorancia.
Pero una cosa era clara: algo se había ido.
Al día siguiente, Henry despertó diferente. Y nosotros también.
La Curación
No fue un despertar dramático ni un milagro ruidoso. No hubo luces divinas ni voces del cielo. Solo fue un día común… pero diferente.
Henry abrió los ojos antes de que sonara el despertador. Se sentó en la cama con naturalidad, como si llevara años esperando ese momento. Miró al techo por unos segundos, luego se levantó y caminó hasta el baño sin tambalearse, sin agarrarse de las paredes como había hecho durante meses.
Cuando salió, Amalia ya estaba despierta. Lo miró fijamente, como si estuviera viendo a alguien que creía perdido.
—¿Cómo te sientes? —le preguntó con voz temblorosa.
Él sonrió. Fue una sonrisa lenta, sincera, cargada de tantas cosas que no podía expresar con palabras.
—Bien —dijo simplemente—. Me siento bien.
Ella se acercó y lo abrazó. Fuerte. Como si temiera que fuera a desaparecer otra vez.
Y entonces lloró. Lloró todo lo que no había llorado en semanas. Lágrimas de miedo, de amor, de alivio.
El Regreso a la Vida
En los días siguientes, Henry recuperó fuerzas poco a poco. Su apetito volvió, primero con pequeñas porciones, luego con ganas de probar de todo. Dormía mejor, aunque aún soñaba cosas que no quería contar. Y cuando le preguntábamos cómo se sentía, siempre respondía lo mismo:
—Como si me hubieran dado una nueva oportunidad.
Doña Elena fue a visitarlo una mañana, llevándole una pequeña botella con agua mezclada con romero y eucalipto. Le dijo que debía derramar unas gotas en su taller mecánico, en los cuatro rincones, “para limpiar el lugar donde empezó todo”.
Él lo hizo. Sin dudar.
Aunque no hablaba mucho de lo ocurrido, uno de esos días, mientras trabajaba bajo el sol, me dijo algo que nunca olvidaré:
—Hubo momentos en que sentía que me ahogaba sin agua. Que estaba atrapado en un sueño del que no podía despertar. Pero ahora… ahora respiro otra vez.
Rumores y Miedos
Pero no todos celebraron la curación de Henry. En el vecindario, entre murmullos y miradas de sospecha, comenzaron a circular rumores.
—Dicen que fue brujería.
—Que lo sacaron del otro mundo con un pacto.
—Que alguien le hizo daño y ahora está pagando por eso.
Algunos vecinos dejaron de saludarnos. Otros nos miraban como si fuéramos diferentes, como si hubiéramos tocado algo prohibido.
Amalia aprendió a ignorarlo. Doña Elena solo decía:
—La gente tiene miedo de lo que no entiende. Pero el miedo no cura. La fe sí.
Y tenía razón.
¿Quién Era Realmente el Piache?
Nunca llegamos a conocerlo en persona. Ni siquiera sabemos su nombre completo.
Lo único que sabemos es que vive o vivía en La Fría, en una casa humilde rodeada de montañas y silencio. Que no acepta dinero por sus curaciones. Que ayuda desde la distancia, a través de fotos, objetos personales o sueños. Que por cierto, por si persiste la duda, no cobró nada.
Dicen que nació con un velo sobre la cara, signo de quien puede ver entre mundos. Que su madre fue una partera conocida por usar hierbas y rezos. Que aprendió desde niño a escuchar voces que otros no podían oír.
Cuando le preguntamos a la mujer mayor que entregó el mensaje, ella solo dijo:
—Él no hace esto por fama. Lo hace porque debe hacerlo. Porque siente el dolor ajeno como propio.
Henry, al escuchar aquello, se quedó callado. Luego murmuró:
—Algún día quiero darle las gracias. Aunque sea de lejos.
Dedicado a todos aquellos que, día a día, hacen del mundo un lugar mejor.