Un esqueleto de madera yacía en la orilla, blanqueado por el sol. Costillas expuestas al cielo, cicatrices profundas, y una pátina de plata, hebras tejidas por el tiempo, revelaban su vejez. Había sido un regalo de su abuelo, un artesano que había insuflado vida en la madera. De niño había navegado en ella ríos bravos, desafiando crecientes y caramas con la valentía de un joven dios. Ahora, la canoa yacía inerte, testigo mudo de aquellos días, donde las arrugas aparecieron y las canas adornaron.